Con la mente despierta
Tras mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo le veré, mis ojos le mirarán, no ningún otro. Job 19, 26-27.Recuerdo aquella primera noche lejos de mi tierra, en una casa nueva para mí. Al amanecer me quedé impactado. Estaba solo en la casa. El Río Uruguay me pareció un sueño. Acostumbrado a los ríos vertiginosos de mi tierra montañosa, con sus torrentes gritones, el Uruguay, por el contrario, parecía un oso lento, perezoso, tranquilo. El agua se deslizaba mansa, pacífica, como observando la arboleda que lo sostenía alrededor. La intensa vegetación lo rodeaba por las dos orillas: la argentina y la brasilera.
El Evangelio transmite paz. Su enseñanza penetra poco a poco, como el agua mansa del Uruguay, con paciencia, se toma el tiempo necesario. Y sin prisa, pero sin pausa, va empapando la mente. En ésta, si se la ha vaciado del todo, ya se puede verter el buen vino de la Palabra de Dios.
Cuenta Jesús que salió el sembrador a sembrar. Alguna semilla cayó en buena tierra, otra en terreno pedregoso, otra entre zarzas ( Cf. Lc 8, 5-8)
El mensaje que entra en nuestra mente es como una semilla. Para que ésta dé fruto, primero debe penetrar en la tierra: hay que abrir el surco, roturar el terreno, fertilizar, regar… Si queda en la superficie o si el terreno es duro -porque la mente está llena de prejuicios-, la semilla de la Palabra no crece. Sólo cuando penetra crece, lentamente, y da fruto.
En mi época de estudiante decidí plantar unas flores.
Las regaba todos los días esperando que fueran grandes pronto. Y me desilusionaba, porque las miraba cada día y parecía que no crecían. Pero a su tiempo, entre mis sonrisas adolescentes, las flores brotaron poco a poco.
Así sucede con la Palabra de Dios.
Cuando la leas, no esperes cambios bruscos sino un crecimiento progresivo. Y una gran paz. Si lees una novela de gran acción o una película de mucha velocidad, entrarás en el vértigo.
Si lees el Evangelio, encontrarás paz, crecerás por dentro.
Esto le pasó a Ignacio de Loyola, convaleciente de una larga enfermedad.
Al leer la vida de Jesucristo o de los santos, a veces se ponía a pensar y se preguntaba a sí mismo: “¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?”. Y, así, su mente estaba siempre activa.
Estos pensamientos duraban mucho tiempo, hasta que, distraído por cualquier motivo, volvía a pensar, también por largo tiempo, en las cosas vanas y mundanas. Esta sucesión de pensamientos duró bastante tiempo.
Pero había una gran diferencia; y es que, cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando, hastiado volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría.
De esta diferencia él no se daba cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieronlos ojos del alma y comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo, que, mientras una clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio, alegre.
Esto es lo que pretendemos tú y yo: abrir los ojos del alma, como Ignacio, y darnos cuenta de que leyendo el Evangelio encontramos paz, alegría.
Del libro Leer el Evangelio con ojos nuevos, de Gumersindo Meiriño, De Oriente a Occidente, 2011, 2ed., pp. 22-24
www.editorialdeorienteaoccidente.com
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