Lago di Como estatua manos, imagen Horacio Abril

Padre, le cuento mi historia sobre el tabaco. Hace unos años fumaba alrededor de cuatro paquetes de cigarrillos al día. Bueno, en realidad, no los fumaba, más bien, los quemaba. Me levantaba de cama y lo primero que  hacía era preparar un café y con él quemaba dos o tres cigarrillos.

Hace doce años llegué al despacho donde trabajaba. Era invierno, se habían olvidado de abrir las ventanas y todavía quedaba el olor del día anterior. Abrí la puerta y el olor a tabaco que me invadió casi me mata. Entonces sentí como un fogonazo. Pensé que no podía estar metido en esta pestilencia y consentir que los que me visitaran aquí sintieran ese olor asqueroso.

Llegué ese día a casa y les dije a mi esposa y a mis hijos que les pedía perdón por todo lo que les había hecho pasar siendo un fumador empedernido. Lo mismo hice con las personas que trabajaba al llegar por la tarde a la oficina. Desde ese día, hace más de doce años, no  he vuelto a tocar un cigarrillo. Eso sí, dice mi esposa que durante un año mi carácter era un poco irascible.

El tabaco es una droga. Que no me digan lo contrario yo lo sé por experiencia propia.

Casi al mismo tiempo me relatan otra historia.

Durante varios años intenté dejar de fumar. El médico me dijo que si seguía con el tabaco me quedaban pocos años de vida. Hice varios intentos pero en cuanto asistía a una fiesta o a un encuentro de amigos fumaba un pitillo y recaía en el vicio. Pero un día, después de un fuerte ataque de tos, me desmayé en un lugar descampado, donde desperté unos momentos, segundos o minutos más tarde, frío, aterrado sin saber qué me había pasado. Desde ese día empecé a mascar chicle y caramelos como sustituto del tabaco. No sé cómo pero lo he conseguido y ahora llevo más de quince años sin fumar. Le doy gracias a Dios por ello.

Los grandes filósofos de la antigüedad decían que el ser humano es voluntad. Nosotros determinamos nuestra vida, la calidad de la misma y el destino según las decisiones que tomamos. Estas dos personas –que son reales, con nombre y apellidos que comen y viven en las calles de nuestras ciudades–, son ejemplo de cómo se puede cambiar el destino de una vida, con una determinada determinación, como le gustaba decir a la gran mística del siglo de oro, Teresa de Ávila.

Ambos protagonistas, terminan diciendo algo semejante, estoy seguro que si no hubiese dejado el tabaco no hubiera podido hacer muchas cosas. Además, Padre, –comentaba uno, emocionado, mirando a un niño que tenía a su lado–, he podido conocer a mis nietos, estoy seguro que ese cambio me permitió abrazarlos y besarlos.

Es un ejemplo más de que el ser humano es libre, en una buena medida decide y determina lo que quiere para sí. Ya lo decían los antiguos: homo est voluntas.

Gumersindo Meiriño Fernández

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