En esta primera parte del salmo 22-21, muy conocido porque a él hace referencia Jesús cuando está en la cruz y dice “Dios, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¿Quién no ha escuchado o dicho alguna vez esta frase?
Leyendo el salmo parece que estamos en pleno viernes de pasión. En gran medida lo que vas a leer se cumple en pasajes de la vida de Jesús, relacionados con su muerte en la cruz.
De poco vale lamentarse de los sucesos tristes del pasado o de los que vienen en el presente. No lamentes, ponte en movimiento para intentar modificar los que se pueden modificar, aceptar los que no tienen remedio. Y da gracias a Dios porque has logrado diferenciar unos de otros.
Recuerda lo que dice la sabiduría popular, “de nada sirve llorar por la leche derramada”.
Con este salmo podemos decir en voz alta el miedo que nos da la muerte se puede superar porque ella no tiene la última palabra.
Hasta mañana, bendiciones.
Salmo 22-21. I
¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?,
¿por qué estás ajeno a mi grito,
al rugido de mis palabras?
Dios mío, te llamo de día y no respondes,
de noche y no hallo descanso;
aunque tú habitas en el santuario,
gloria de Israel.
En ti confiaban nuestros padres,
confiaban y los ponías a salvo;
a ti clamaban y quedaban libres,
en ti confiaban y no los defraudaste.
Pero yo soy un gusano, no un hombre:
vergüenza de la humanidad, asco del pueblo;
al verme se burlan de mí,
hacen muecas, menean la cabeza:
Acudió al Señor, que lo ponga a salvo,
que lo libre si tanto lo ama.
Fuiste tú quien me sacó del vientre,
me confiaste a los pechos de mi madre;
desde el seno me encomendaron a ti
desde el vientre materno tú eres mi Dios.
No te quedes lejos,
que el peligro se acerca y nadie me socorre.
Me acorrala un tropel de novillos,
toros de Basán me cercan;
abren contra mí sus fauces:
leones que descuartizan y rugen.
Me derramo como agua,
se me descoyuntan los huesos;
mi corazón, como cera,
se derrite en mi interior;
mi garganta está seca como una teja,
la lengua pegada al paladar.
¡Me hundes en el polvo de la muerte!
Unos perros me acorralan,
me cerca una banda de malvados.
Me inmovilizan las manos y los pies,
puedo contar todos mis huesos.
ellos me miran triunfantes:
se reparten mis vestidos, se sortean mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos,
Fuerza mía, ven pronto a socorrerme;
libra mi vida de la espada,
mi única vida, de las garras del mastín;
sálvame de las fauces del león,
defiéndeme de los cuernos del búfalo.