Vas a recitar un salmo increíble, una poesía que es como un grito en la noche porque ya casi nadie se lo cree, nadie se lo toma en serio. El ser humano aspira a valerse por sí mismo, a construir su casa con sus manos, su futuro, el de sus hijos. «Estoy aquí porque he luchado mucho, me esforzado, he trabajado…» solemos decir con cierto orgullo. Y es lícito.
Es verdad que el esfuerzo, el trabajo es necesario, es humano, muy humano. Pero tiene un límite, una barrera inexpugnable que se llama finitud. Sin embargo la persona humana está hecha para la eternidad, para superar la finitud. Esa llamada la lleva en lo más íntimo de su alma y aspira a ella como algo legítimo, propio.
Y ahí es donde no podemos, solos no podemos.
Aún a nivel humano, la persona no sobrevive como humana, sin los demás; a nivel espiritual avanzamos cuando nos llevan de la mano, los seres espirituales enviados por Dios. Solos sin Dios construimos, trabajamos…,la casa se cae. En comunión con Dios el edificio se mantiene firme.
No te conformes con menos, has nacido para la eternidad, te puedes entretener un poco aquí abajo con las cosas materiales pero tu alma dice que en lo más íntimo de ti, habita Dios, eres hijo de Dios,
eres eterno, vive como hijo de Dios, para la eternidad.
Salmo 126
Si el Señor no construye la casa,
en vano se cansan los albañiles;
si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas.
Es inútil que madruguéis,
que veléis hasta muy tarde,
los que coméis el pan de vuestros sudores:
¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!
La herencia que da el Señor son los hijos;
una recompensa es el fruto de las entrañas:
son saetas en mano de un guerrero
los hijos de la juventud.
Dichoso el hombre que llena
con ellas su aljaba:
no quedará derrotado cuando litigue
con su adversario en la plaza.