Había una mujer a la que un espíritu tenía enferma hacía dieciocho años; estaba encorvada, y no podía en modo alguno enderezarse. Al verla Jesús, la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad.» Y le impuso las manos. Y al instante se enderezó, y glorificaba a Dios.
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Contempla la historia, con ojos de fe.
Contempla la historia de tu país con visión sobrenatural.
Contempla tu historia con colirio de luz en tu vista.
Y ahora lee este salmo de igual forma…, es la historia de Israel…, vista con profundidad…, y entonces…, te saldrá del corazón esta Jaculatoria: «Alabad el nombre del Señor-Adonai. Amén».
Hasta mañana, feliz día.
Escúchalo:
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Salmo 134 A
Alabad el nombre del Señor-Adonai,
alabadlo, siervos del Señor-Adonai,
que estáis en la casa el Señor-Adonai,
en los atrios de la casa de nuestro Dios.
Alabad al Señor-Adonai porque es bueno,
tañed para su nombre, que es amable.
Porque él se escogió a Jacob,
a Israel en posesión suya.
Yo sé que el Señor-Adonai es grande,
nuestro dueño más que todos los dioses.
El Señor-Adonai todo lo que quiere lo hace:
en el cielo y en la tierra,
en los mares y en los océanos.
Hace subir las nubes desde el horizonte,
con los relámpagos desata la lluvia,
suelta a los vientos de sus silos.
Él hirió a los primogénitos de Egipto,
desde los hombres hasta los animales.
Envió signos y prodigios
–en medio de ti, Egipto–
contra el Faraón y sus ministros.
Hirió de muerte a pueblos numerosos,
mató a reyes poderosos:
a Sijón, rey de los amorreos;
a Hog, rey de Basán,
y a todos los reyes de Canaán.
Y dio su tierra en heredad,
en heredad a Israel, su pueblo.
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